Para algunos filósofos y psicólogos vivimos en un mundo construido a base de ilusiones y engaños, instalados en el error permanente. Por ejemplo, una de las creencias falsas más estudiadas es la denominada ilusión de invulnerabilidad, según la cual existe la tendencia a pensar que nosotros tenemos menos posibilidades que una persona media a sufrir un suceso negativo. Por supuesto que un accidente de tráfico, un asalto violento, un despido laboral… son cosas que pueden ocurrir a cualquiera, pero según esta ilusión es más probable que les ocurra a los otros. Tendemos a pensar que las personas que somos cuidadosas y precavidas, que hacemos las cosas bien y estamos vigilantes, es raro que nos ocurra una desgracia. Esta creencia, esta ilusión, se rompe en mil pedazos ante el diagnóstico de un cáncer.

Justo en ese momento, el momento del diagnóstico, cuando la doctora pronuncia la temida palabra cáncer, comparece ante nosotros, como una invitada indeseada, la figura de la muerte. Cierto, el cáncer constituye una etiqueta general que engloba a múltiples enfermedades de evolución y pronóstico muy diferentes; es verdad que durante las últimos años los tratamientos e índices de supervivencia oncológicos han mejorado de manera espectacular; no cabe duda que cada caso individual es distinto y no tiene demasiado sentido hacer predicciones. Pero no estamos hablando de eso, no hablamos de criterios médicos, objetivos y científicos. Hablamos de una reacción emocional que solo puede entenderse teniendo en cuenta que el cáncer, desde siglos atrás, ha estado estrechamente vinculado a la presencia de una muerte larga y dolorosa. Culturalmente, durante mucho tiempo, el cáncer y la muerte han convivido en íntima vecindad y resulta muy difícil abstraernos de esta angustiante relación. Así, ante la simple sospecha de padecer un cáncer:

ψ La idea de morir aparece de forma súbita desde el momento del diagnóstico e independientemente de las condiciones objetivas del pronóstico y posibles tratamientos. Tiene poco que ver con la realidad, es producto de nuestra historia como especie.

ψ La figura de la muerte tiende a instalarse de manera permanente entre nuestros pensamientos, no desaparece sin más ante la presencia de la realidad objetiva. Ronda ocultándose en los rincones de nuestra mente, siempre molesta, siempre inquietante…

ψ Reclama nuestra atención de forma permanente, insistente, restringiendo nuestra posibilidad de pensar y actuar fuera del ámbito oncológico. Nos inunda, limita nuestro futuro, nos empequeñece y reduce al simple papel de paciente oncológico.

ψ La relación con ella es muy difícil de explicar a los demás. Nuestros diálogos con la muerte, ocultos y personales, constituyen un material incomprensible para el resto de personas de nuestro entorno. Nuestra familia y amigos, incluso el equipo terapéutico, nos penalizan y recriminan cuando hacemos mención a la posibilidad de morir.

No nos engañemos. Una gran parte de pacientes oncológicos se plantearán, lo quieran o no, la posibilidad de morir. Una relación indeseada y compleja con la muerte sobre la que resulta conveniente reflexionar. En todo caso:

1. Es importante consultar con el equipo terapéutico toda aquella información que nos permita afrontar los riesgos reales y calibrar objetivamente nuestra situación. En ocasiones, nuestros temores y miedos pierden parte de su potencia en el diálogo con los profesionales.

2. Entablar una lucha contra la idea de muerte con la pretensión que desaparezca resulta un ejercicio inútil, cuando no perjudicial. Los pensamientos en torno al morir permanecerán con nosotros durante un tiempo; no se trata de aceptar sin más su dolorosa presencia, sino de darles la importancia justa y convivir con ellos con naturalidad.

3. Pensar en la muerte restringe nuestras actividades y experiencias. Pese a ella, planifiquemos de forma realista actividades futuras y proyectémonos temporalmente formulando objetivos y deseos.

4. Compartir, comunicar el sufrimiento, exponer nuestros temores a la personas de nuestro entorno íntimo. Es cierto que muchas de las experiencias oncológicas resultan difíciles de entender para aquellos que no sufren la enfermedad y sus respuestas pueden no ser del todo adecuadas, pero el simple hecho de poder hablar sobre el morir posiblemente tenga efectos terapéuticos.

5. Identifica su presencia. Más allá de lo puramente biológico y psicológico, la muerte apela a nuestro yo espiritual, a nuestra capacidad de dar sentido a la vida, a trascender este plano de existencia y reconocernos como parte integrante de un todo. Atender a estas necesidades, ser conscientes de ellas es un proceso necesario para incrementar nuestro bienestar en el enfermar.

Cáncer y Muerte constituyen un binomio inseparable construido a lo largo de muchos siglos. Los avances biomédicos en la prevención y tratamiento de la enfermedad y el incremento de los índices de supervivencia trabajan intensamente en erosionar esta sombría relación, pero cabe suponer que tardaremos todavía un tiempo en poder romper el vínculo. Las pacientes con cáncer piensan sobre su posible muerte desde el momento del diagnóstico con más o menos intensidad, con más o menos malestar y angustia, en un ejercicio indeseado pero ineludible que remite a la fragilidad de la existencia. La idea de morir, esa invitada inoportuna, nos acompañará… inevitablemente.

Enric C. Sumalla
Psicólogo, enfermero, antropólogo e historiador