En el capítulo cuarto del Libro del Génesis Iahvé impone a Caín, tras el asesinato de su hermano Abel, una marca corporal que lo distingue entre los hombres como maligno e infame. Esta maldición bíblica inaugura una tradición de profundas implicaciones culturales. A partir de ese momento, deformidades, llagas, mutilaciones… pueden ser interpretadas como signos de la identidad y carácter de la persona, marcas que nos hablan de las supuestas cualidades morales de quién las muestra. Las catedrales medievales bullían de mendigos que exhibían cicatrices infectadas y muñones necrosados; mediante esta práctica reclamaban una relación especial con el Cristo sufriente… “Si me socorres a mí estás ayudando al Crucificado, el Salvador agonizante se manifiesta a través de mis heridas”. Las monjas de clausura alcanzaban éxtasis místicos donde el contacto divino tomaba forma en los estigmas que aparecían en sus manos y píes, manifestación corporal del calvario en la cruz; la marca a fuego en la piel del esclavo lo identificaba como objeto poseído, los tatuajes del presidiario informaban de su peligrosidad… ¿quizá también la cicatriz de la mujer mastectomizada tiene un mensaje que ofrecernos? 

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La modelo Beth Whaanga así lo entiende: Mis cicatrices no son feas, significan que estoy viva, nos indica desde las páginas de La Vanguardia: «Una mujer desafía al cáncer mostrando el rastro que ha dejado sobre su cuerpo» (13/02/2014)

 

Las cicatrices poseen significados. En el periodo de la ocultación, hasta bien entrada la década de los 80’, la mujer con cáncer de mama se vio sometida a todo un conjunto de prácticas destinadas a disimular la asimetría de su torso; cirugías, prótesis, lencería adaptada o bañadores con relleno cumplían el objetivo, más o menos explícito, de sustituir el pecho ausente de tal forma que, si la mujer era lo suficientemente hábil, la hacían indistinguible de una “persona normal”. Por supuesto, cualquier mención a sus cicatrices en ámbitos públicos o privados constituía una práctica escandalosa y penalizada. La marca corporal, en este periodo oscuro, se asociaba a sensaciones de vergüenza, culpa, vejación. Hablando claro, la mujer mastectomizada era socialmente castigada en tanto la cicatriz la situaba en un territorio simbólico donde su feminidad quedaba profundamente alterada; la mirada de apetito masculina supuestamente se sustituía por una mirada de asco y repulsión ante su seno ausente; su potencial como madre, alterado ante la mirada del hombre que cuestionaba su capacidad para alimentar a la descendencia… la cicatriz constituía símbolo de su fracaso como madre y objeto de deseo.

Se podrá argumentar que durante estos últimos veinte años la situación de la mujer mastectomizada ha cambiado radicalmente respecto al periodo de la ocultación, y se argüirán como pruebas una multitud de reportajes fotográficos como los protagonizados por Beth Whaanga donde las cicatrices, lejos ahora de ocultarse vergonzantes, se muestran desde una posición de orgullo, merecidas condecoraciones impuestas tras la victoria en la lucha contra la enfermedad. Sería absurdo negar esta evidencia. El mensaje explícito de este tipo de campañas insiste en la conveniencia de normalizar la situación de la mujer con cáncer bajo el supuesto que la exposición social del pecho ausente ayudará a desdramatizar su pérdida, pero sin embargo… Entendemos que a través de estas imágenes no se trataría tanto de normalizar suprimiendo los tradicionales contenidos negativos y estigmatizantes que pesaban sobre la cicatriz años atrás, sino de sustituirlos por otros que confieren a las pacientes una nueva categoría moral que conviene analizar:

En primer lugar, la mujer mastectomizada se redibuja en términos de potencialmente bella. No es esta una belleza acorde con el canon hegemónico, ni el resultado espontáneo de una anatomía armónica, sino esencialmente un artefacto formal. La mujer se muestra al mundo en el artificioso posado característico de la modelo profesional, como si el simple hecho de presentarse atractiva le otorgara a su persona cualidades estéticas. No es tanto la cicatriz en sí misma sino el montaje fotográfico lo que confiere belleza a la mujer, como demuestra una celebre portada del “The New York Times”; no se trata tanto de ser bella como de aparentarlo.

[Foto de portada del suplemento dominical de The New York Times (modelo: Marutschka): Beauty of Damage (13/8/1993)]

 

En segundo lugar, la mujer mastectomizada se redibuja en términos de valentía y coraje. El efecto heroico de estas imágenes se refuerza por una doble vía; el coraje de haber superado una enfermedad tan terrible como el cáncer, la valentía de mostrar en público los efectos del enfermar. La cicatriz se transforma así en una marca corporal que nos informa de cualidades morales centradas en significados cercanos al valor, la audacia, la fortaleza, la determinación…

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Campaña publicitaria de MO-MultiÓpticas (2017)

 

Para finalizar, se restablecen los vínculos entre la ausencia de pecho y la función tradicionalmente otorgada a lo femenino. Si en nuestro entorno cultural está todavía ausente la figura del hombre desnudo mostrando las secuelas de su cáncer, la mujer opta por publicitar su cicatriz torácica. Al héroe oncológico masculino se le exige que se incorpore prontamente a su trabajo y rinda como el que más, mientras que a la heroína femenina se le requiere que aparente una imagen atractiva, sexualmente atrayente, y muestre el carácter propio de una madre coraje que no se arredra ante las dificultades de la vida. Quedan así definidas las figuras de los pacientes excepcionales, la del hombre “hiperproductivo” y la mujer “hiperreproductora”, reforzando la tradicional división por género.

Bajo la supuesta idea de normalización, entendemos que mediante reportajes como el presentado en “La Vanguardia” se refuerza ese mecanismo cainita a través del cual las marcas en nuestro cuerpo continúan hablando, una vez más, sobre nuestras cualidades morales. Frente a la actual hegemonía del torso desnudo de la paciente heroica, escasas son las alternativas disponibles para la mujer con cáncer de mama. Una de ellas quizá reformular el cuerpo en términos de denuncia política, como expresó la fotógrafa británica Jo Spence quien, afectada por la enfermedad, no reivindicó su anatomía como bella y valiente sino que denunció la apropiación que de su cuerpo hacia el estamento biomédico, reclamando la propiedad de sus senos.

Otra opción podría pasar por vaciar de contenido simbólico a la cicatriz, no atribuir a la ausencia de seno significados de culpa o vergüenza, motivo de ocultación y deshonra… pero tampoco signos de coraje y heroicidad. La verdadera normalización de la cicatriz podría pasar no por glorificarla ni ensalzarla, sino por apreciarla con el sereno cariño con que observamos las marcas que el transcurrir del tiempo deja en nuestros cuerpos.

En definitiva, intentar empezar a considerar normal lo que ahora se nos presenta como extraordinario.